04 septiembre 2011

Violeta

El corazón rebosado de flores de colores, de pasado color sepia, de lágrimas de familia. De raíces. Las raíces. Nuestras raíces. Las raíces del tiempo.

Violeta se fue a los cielos es una película. Una simple película bastante bien hecha. Con una fotografía a ratos notable. Quizás un poco estática para algunos, pero suficientemente emotiva para mí. Yo no sé si fue la película o el sentido que tuvo la película en mi corazón rebosado de flores de campo, que lloré durante toda la película desde que Violeta toma su bombo y comenzó a cantar con una fuerza indomable: Arriba quemando el sol.

Yo no quiero hablar en estas letras digitales de la notabilidad de la película, de las actuaciones (que por cierto, a mi juicio son bastante buenas), ni del tiempo ni de nada de crítica de arte. Yo quiero hablar de las raíces. De las raíces de un pueblo, de las raíces de una familia. Quiero hablar de la vida, de la genialidad, de la muerte. De nosotros, de uno, de la historia.

Para mí ver a Violeta "respirando" de alguna forma, me hizo regresar en el tiempo. En mí tiempo, y en el tiempo de mi familia. Ver como Violeta viajó kilómetros tratando de rescatar los sonidos de un pueblo que poco a poco estaba siendo carcomido por una modernidad (lenta pero) segura. Fue hasta los lugares más recónditos, con una guitarra de palo, unas hojas en blanco que se iban llenando de a poco y un lápiz para plasmar sonidos y letras. Se adentró en las venas abiertas de nuestro Chile. De su historia, de su música, porque la historia de Chile también está en su música. En su forma de cantar a lo profano y a lo divino. A los niños muertos que esperan sentados en una silla para volar pronto. A los ancianos que se sientan a las afueras de su casa con un mate mientras cuentan la historia de su familia, de su vida, de la tierra.

Admiro aquella entereza que tuvo para sufrir lo que sufrió, para ser quién fue. Para luchar, para crear. Dios, para crear. Aprendió como pudo, intentó todo lo que pudo. Escribía, cantaba, tocaba un sin fin de instrumentos, pintaba, bordaba arpilleras, vivía el arte a concho. Lo vivió hasta más no poder. Y yo me pregunto ¿dónde está aquel germen maravilloso de la genialidad? De la lucha, del vivir sin miedo e intentar, intentar hasta más no poder. De aprender mirando, intentado, estudiando, pero siendo libre, tan libre, tan inmensamente libre como ella lo fue.

Cuando recordé a Violeta (con la película) recordé un sentimiento antiguo dentro de mi corazón. La necesidad de saber quién soy, de saber de qué estoy hecha, de mis raíces. De saber de mis abuelos, y de sus abuelos, y de los abuelos de sus abuelos. De saber cómo llegaron a ser quiénes eran para que yo fuera lo que soy. Para saber de dónde vengo. Tengo la necesidad. Y con esto me vinieron vagos recuerdos de historias que me han contado, pero tan solo son pequeñas gotas de raíces, porque nadie me ha contado nada más, porque nadie me ha ayudado a entender(me).

La bisabuela de mi padre que siempre andaba con un ramillete de albahaca sobre la oreja. ¿Para qué, por qué? ¿Será para protección? También se me ha contado que Amelia, la bisabuela de mi padre, tocaba la guitarra como los dioses, y cantaba siempre una cueca llamada: La cueca larga. ¿Y dónde está? ¿Quién la sabe? ¿Quién me la puede enseñar?

Tengo tantas preguntas. La gente muchas veces no tiene la necesidad de saber de sus raíces. O quizás no quiere, o ya lo sabe y no siente la falta de sabor como yo la siento. Yo quiero saber, conocer, saber quiénes fueron los que me dieron de su sangre. Si mi tatarabuela Amelia tocaba la guitarra y cantaba quizás por ella me viene la necesidad de la música, o por mi abuelo que estuvo a punto de irse a Italia por su voz, o quizá porque alguno de los bisabuelos míos qué sé yo, leía incansablemente, salimos todos medios "letrados". Quiero saber cómo era vivir allá en Pichilemu, en Quinta, en Chillán. Cómo era vivir en el campo en esos tiempos. Qué significaba una guitarra, la música, las historias, la necesidad de contar/cantar. Quiero saber, quiero rasgarme la piel y meterme la tierra por las venas para comprender. Para comprender esta necesidad de mi corazón por saber. Siento que Violeta exploró todas sus raíces, se metió profundo profundo, muy profundo dentro de ella y dentro de la tierra chilena. Ella siguió a su corazón, al sabor del maqui, a la necesidad de crear. Y que belleza que la tecnología aún era muy precaria entonces porque no absorbía al cerebro como lo hace hoy en día. La gente salía al campo a trabajar sí, pero también a vivir con la naturaleza, o, si se vivía en la ciudad, la gente, los niños salían a jugar afuera, con los otros niños del barrio. Y estábamos así, enfrente del otro ser humano, conociendo al otro ser, a nosotros mismos.

La admiro, admiro a la real Violeta, a la Violeta que luchó, sí luchó, a pesar del suicidio luchó suficiente, lo suficiente para ser quién siempre será. Encuentro que la libertad que tuvo (que ella eligió, que ella peleó por conseguir) la ayudó mucho para convertirse en la "genia" que fue/es. Porque vive, vive para siempre en la música, en la plástica, en las letras, en las raíces de la tierra chilena.


31 mayo 2011

Imaginería

Me imagino en una casona grande a las afueras de algún pueblo perdido entre las montañas y el mar. Me imagino dentro de los baños árabes, con esas aguas deliciosas cubriendo mi piel dolida. Me imagino con los cabellos al viento, caminando sola, sin miedo a aquella soledad, sin miedo a nada, caminando por bosques perdidos entre las tierras de Irlanda. Me imagino bailando con esa fuerza del duende de flamenco, taconeando en un tablao, sintiendo el calor y la fuerza que sale dentro de uno cuando nos encontramos con nuestra verdadero yo que sale chorreando porque siente que la música le hiere las fibras de la piel, porque siente que todo se le desgarra, porque quiere sentir, porque quiere perderse en esa vorágine de sentidos.

Quiero sentir eso, quiero que la música me posea del tal manera que el duende juegue con mis extremidades y me haga bailar de una manera como uno nunca lo hubiera imaginado... He encontrado en el flamenco cosas que no había encontrado nunca. Debo decir que soy una simple principiante, que sé poco, que tengo mucho que mejorar, que apenas sé un par de taconeos y algunos movimientos de brazos, sé poco... Pero a pesar de ello, de mi pocos conocimientos, al aprender, al escuchar la música flamenca, al hacer los "pasos" siento que hay un mundo recóndito que espera por ser conocido, que espera por ser asido por mí, que espera por ser parte de mi alma y de mi cuerpo. Siento que quiero conquistar un mundo perdido pero me faltan herramientas. Me gustaría tener toda la resistencia del mundo, una botella de vidrio eterna, llena de agua, unos zapatos resistentes para cualquier percance, un vestido aflamencao tan negro como la noche o como el azul profundo del mar, me gustaría tener las alhajas correspondientes en mis cabellos o con mi cuerpo, una flor de azahar siempre floreciendo en mi coronilla, o una peineta de plata coronando mis pensamientos. Quisiera estar así, engalanada con todo el peso de la historia de aquellas tierras andaluces, quisiera vestir así, día y noche, y bailar flamenco todos los días, bajo la luna eterna reflejándose en el río Guadalquivir... Quisiera aprender todos los santos días moros... Y ensayar y ensayar, y aprender, y errar para poder mejorar... Y luego de una danza que nazca de las entrañas, con toda la pasión y la muerte de un mundo recobrado, luego de que el duende haya jugado todo lo posible y quiera irse a descansar, bebería de mi botella de agua, de vidrio eterno, y comenzaría a cantar con los sonidos de aquella andalucía viva, latente, vibrante. En el palacio de los Nazaríes, o en el Generalife... En los jardines de los reyes moros expulsados... Y luego de cantar hasta que mi alma esté completa en el cielo, hasta que mi voz se haya convertido en espíritu y luego en cuerpo, y luego en miles de naranjales y de rosas, y de jazmines, luego de eso, cerraría mis ojos bajo la luna, para descansar.

Soleá

09 mayo 2011

Extracto de la "Teoría y juego del duende" F.G.L


"[...]De modo sencillo, con el registro que en mi voz poética no tiene luces de maderas, ni recodos de cicuta, ni ovejas que de pronto son cuchillos de ironías, voy a ver si puedo daros una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España.

El que está en la piel de toro extendida entre los Júcar, Guadalete, Sil o Pisuerga (no quiero citar a los caudales junto a las ondas color melena de león que agita el Plata), oye decir con medida frecuencia: "Esto tiene mucho duende". Manuel Torres, gran artista del pueblo andaluz, decía a uno que cantaba: "Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfaras nunca, porque tú no tienes duende".

En toda Andalucía, roca de Jaén y caracola de Cádiz, la gente habla constantemente del duende y lo descubre en cuanto sale con instinto eficaz. El maravilloso cantaor El Lebrijano, creador de la Debla, decía: "Los días que yo canto con duende no hay quien pueda conmigo"; la vieja bailarina gitana La Malena exclamó un día oyendo tocar a Brailowsky un fragmento de Bach: "¡Ole! ¡Eso tiene duende!", y estuvo aburrida con Gluck y con Brahms y con Darius Milhaud. Y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que he conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta espléndida frase: "Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende". Y no hay verdad más grande.

Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte. Sonidos negros dijo el hombre popular de España y coincidió con Goethe, que hace la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo: "Poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica".

Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: "El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde la planta de los pies". Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto.

Este "poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica" es, en suma, el espíritu de la sierra, el mismo duende que abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio.

Así, pues, no quiero que nadie confunda al duende con el demonio teológico de la duda, al que Lutero, con un sentimiento báquico, le arrojó un frasco de tinta en Nuremberg, ni con el diablo católico, destructor y poco inteligente, que se disfraza de perra para entrar en los conventos, ni con el mono parlante que lleva el truchimán de Cervantes, en la comedia de los celos y las selvas de Andalucía.

No. El duende de que hablo, oscuro y estremecido, es descendiente de aquel alegrísimo demonio de Sócrates, mármol y sal que lo arañó indignado el día en que tomó la cicuta, y del otro melancólico demonillo de Descartes, pequeño como almendra verde, que, harto de círculos y líneas, salió por los canales para oír cantar a los marineros borrachos.

Todo hombre, todo artista llamará Nietzsche, cada escala que sube en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un ángel, como se ha dicho, ni con su musa. Es preciso hacer esa distinción fundamental para la raíz de la obra.

El ángel guía y regala como San Rafael, defiende y evita como San Miguel, y previene como San Gabriel.

El ángel deslumbra, pero vuela sobre la cabeza del hombre, está por encima, derrama su gracia, y el hombre, sin ningún esfuerzo, realiza su obra o su simpatía o su danza. El ángel del camino de Damasco y el que entró por las rendijas del balconcillo de Asís, o el que sigue los pasos de Enrique Susson, ordena y no hay modo de oponerse a sus luces, porque agita sus alas de acero en el ambiente del predestinado.

La musa dicta, y, en algunas ocasiones, sopla. Puede relativamente poco, porque ya está lejana y tan cansada (yo la he visto dos veces), que tuve que ponerle medio corazón de mármol. Los poetas de musa oyen voces y no saben dónde, pero son de la musa que los alienta y a veces se los merienda. Como en el caso de Apollinaire, gran poeta destruido por la horrible musa con que lo pintó el divino angélico Rousseau. La musa despierta la inteligencia, trae paisaje de columnas y falso sabor de laureles, y la inteligencia es muchas veces la enemiga de la poesía, porque imita demasiado, porque eleva al poeta en un bono de agudas aristas y le hace olvidar que de pronto se lo pueden comer las hormigas o le puede caer en la cabeza una gran langosta de arsénico, contra la cual no pueden las musas que hay en los monóculos o en la rosa de tibia laca del pequeño salón.

Ángel y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa da formas (Hesíodo aprendió de ellas). Pan de oro o pliegue de túnicas, el poeta recibe normas en su bosquecillo de laureles. En cambio, al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre.

Y rechazar al ángel y dar un puntapié a la musa, y perder el miedo a la fragancia de violetas que exhale la poesía del siglo XVIII y al gran telescopio en cuyos cristales se duerme la musa enferma de límites.

La verdadera lucha es con el duende.

Se saben los caminos para buscar a Dios, desde el modo bárbaro del eremita al modo sutil del místico. Con una torre como Santa Teresa, o con tres caminos como San Juan de la Cruz. Y aunque tengamos que clamar con voz de Isaías: "Verdaderamente tú eres Dios escondido", al fin y al cabo Dios manda al que lo busca sus primeras espinas de fuego.

Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que hace que Goya, maestro en los grises, en los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa, pinte con las rodillas y los puños con horribles negros de betún; o que desnuda a Mosén Cinto Verdaguer con el frío de los Pirineos, o lleva a Jorge Manrique a esperar a la muerte en el páramo de Ocaña, o viste con un traje verde de saltimbanqui el cuerpo delicado de Rimbaud, o pone ojos de pez muerto al conde Lautréamont en la madrugada del boulevard.

Los grandes artistas del sur de España, gitanos o flamencos, ya canten, ya bailen, ya toquen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende. Ellos engañan a la gente y pueden dar sensación de duende sin haberlo, como os engañan todos los días autores o pintores o modistas literarios sin duende; pero basta fijarse un poco, y no dejarse llevar por la indiferencia, para descubrir la trampa y hacerle huir con su burdo artificio.

Una vez, la "cantaora" andaluza Pastora Pavón, La Niña de los Peines, sombrío genio hispánico, equivalente en capacidad de fantasía a Goya o a Rafael el Gallo, cantaba en una tabernilla de Cádiz. Jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo, y se la enredaba en la cabellera o la mojaba en manzanilla o la perdía por unos jarales oscuros y lejanísimos. Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados.

Allí estaba Ignacio Espeleta, hermoso como una tortuga romana, a quien preguntaron una vez: "¿Cómo no trabajas?"; y él, con una sonrisa digna de Argantonio, respondió: "¿Cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz?"

Allí estaba Eloísa, la caliente aristócrata, ramera de Sevilla, descendiente directa de Soledad Vargas, que en el treinta no se quiso casar con un Rothschild porque no la igualaba en sangre. Allí estaban los Floridas, que la gente cree carniceros, pero que en realidad son sacerdotes milenarios que siguen sacrificando toros a Gerión, y en un ángulo, el imponente ganadero don Pablo Murube, con aire de máscara cretense. Pastora Pavón terminó de cantar en medio del silencio. Solo, y con sarcasmo, un hombre pequeñito, de esos hombrines bailarines que salen, de pronto, de las botellas de aguardiente, dijo con voz muy baja: "¡Viva París!", como diciendo: "Aquí no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa".

Entonces La Nina de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero... con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso a un duende furioso y abrasador, amigo de vientos cargados de arena, que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes casi con el mismo ritmo con que se los rompen los negros antillanos del rito, apelotonados ante la imagen de Santa Bárbara.

La Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas, sino tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y cómo cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre digna por su dolor y su sinceridad, y se abría como una mano de diez dedos por los pies clavados, pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni.

La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de rosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso.

En toda la música árabe, danza, canción o elegía, la llegada del duende es saludada con enérgicos "¡Alá, Alá!", "¡Dios, Dios!", tan cerca del "¡Olé!" de los toros, que quién sabe si será lo mismo; y en todos los cantos del sur de España la aparición del duende es seguida por sinceros gritos de "¡Viva Dios!", profundo, humano, tierno grito de una comunicación con Dios por medio de los cinco sentidos, gracias al duende que agita la voz y el cuerpo de la bailarina, evasión real y poética de este mundo, tan pura como la conseguida por el rarísimo poeta del XVII Pedro Soto de Rojas a través de siete jardines o la de Juan Calímaco por una temblorosa escala de llanto.

Naturalmente, cuando esa evasión está lograda, todos sienten sus efectos: el iniciado, viendo cómo el estilo vence a una materia pobre, y el ignorante, en el no sé qué de una autentica emoción. Hace años, en un concurso de baile de Jerez de la Frontera se llevó el premio una vieja de ochenta años contra hermosas mujeres y muchachas con la cintura de agua, por el solo hecho de levantar los brazos, erguir la cabeza y dar un golpe con el pie sobre el tabladillo; pero en la reunión de musas y de ángeles que había allí, bellezas de forma y bellezas de sonrisa, tenía que ganar y ganó aquel duende moribundo que arrastraba por el suelo sus alas de cuchillos oxidados.

Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que estas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto.

Muchas veces el duende del músico pasa al duende del intérprete y otras veces, cuando el músico o el poeta no son tales, el duende del intérprete, y esto es interesante, crea una nueva maravilla que tiene en la apariencia, nada más, la forma primitiva. Tal el caso de la enduendada Eleonora Duse, que buscaba obras fracasadas para hacerlas triunfar, gracias a lo que ella inventaba, o el caso de Paganini, explicado por Goethe, que hacía oír melodías profundas de verdaderas vulgaridades, o el caso de una deliciosa muchacha del Puerto de Santa María, a quien yo le vi cantar y bailar el horroroso cuplé italiano O Mari!, con unos ritmos, unos silencios y una intención que hacían de la pacotilla italiana una aura serpiente de oro levantado. Lo que pasaba era que, efectivamente, encontraban alguna cosa nueva que nada tenía que ver con lo anterior, que ponían sangre viva y ciencia sobre cuerpos vacíos de expresión.

Todas las artes, y aun los países, tienen capacidad de duende, de ángel y de musa; y así como Alemania tiene, con excepciones, musa, y la Italia tiene permanentemente ángel, España está en todos tiempos movida por el duende, como país de música y danza milenaria, donde el duende exprime limones de madrugada, y como país de muerte, como país abierto a la muerte.

En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera. El chiste sobre la muerte y su contemplación silenciosa son familiares a los españoles. Desde El sueño de las calaveras, de Quevedo, hasta el Obispo podrido, de Valdés Leal, y desde la Marbella del siglo XVII, muerta de parto en mitad del camino, que dice:

La sangre de mis entrañas

cubriendo el caballo está.

Las patas de tu caballo

echan fuego de alquitrán...

al reciente mozo de Salamanca, muerto por el toro, que clama:

Amigos, que yo me muero;

amigos, yo estoy muy malo.

Tres pañuelos tengo dentro

y este que meto son cuatro...

hay una barandilla de flores de salitre, donde se asoma un pueblo de contempladores de la muerte, con versículos de Jeremías por el lado más áspero, o con ciprés fragante por el lado más lírico; pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor metálico de muerte.

La cuchilla y la rueda del carro, y la navaja y las barbas pinchonas de los pastores, y la luna pelada, y la mosca, y las alacenas húmedas, y los derribos, y los santos cubiertos de encaje, y la cal, y la línea hiriente de aleros y miradores tienen en España diminutas hierbas de muerte, alusiones y voces perceptibles para un espíritu alerta, que nos llama la memoria con el aire yerto de nuestro propio tránsito. No es casualidad todo el arte español ligado con nuestra sierra, lleno de cardos y piedras definitivas, no es un ejemplo aislado la lamentación de Pleberio o las danzas del maestro Josef María de Valdivieso, no es un azar el que de toda la balada europea se destaque esta amada española:

-Si tú eres mi linda amiga,

¿cómo no me miras, di?

-Ojos con que te miraba

a la sombra se los di

-Si tú eres mi linda amiga,

¿cómo no me besas, di?

-Labios con que te besaba

a la sierra se los di.

-Si tú eres mi linda amiga,

¿cómo no me abrazas, di?

-Brazos con que te abrazaba

de gusanos los cubrí.

Ni es extraño que en los albores de nuestra lírica suene esta canción:

Dentro del vergel

moriré

dentro del rosal

matar me han.

Yo me iba, mi madre,

las rosas a coger,

hallara la muerte

dentro del vergel.

Yo me iba, madre,

las rosas a cortar,

hallara la muerte

dentro del rosal.

Dentro del vergel

moriré,

dentro del rosal

matar me han.

Las cabezas heladas por la luna que pintó Zurbarán, el amarillo manteca con el amarillo relámpago del Greco, el relato del padre Sigüenza, la obra íntegra de Goya, el ábside de la iglesia de El Escorial, toda la escultura policromada, la cripta de la casa ducal de Osuna, la muerte con la guitarra de la capilla de los Benaventes en Medina de Rioseco, equivalen a lo culto en las romerías de San Andrés de Teixido, donde los muertos llevan sitio en la procesión, a los cantos de difuntos que cantan las mujeres de Asturias con faroles llenos de llamas en la noche de noviembre, al canto y danza de la sibila en las catedrales de Mallorca y Toledo, al oscuro In Recort tortosino y a los innumerables ritos del Viernes Santo, que con la cultísima fiesta de los toros forman el triunfo popular de la muerte española. En el mundo, solamente Méjico puede cogerse de la mano con mi país.

Cuando la musa ve llegar a la muerte cierra la puerta o levanta un plinto o pasea una urna y escribe un epitafio con mano de cera, pero en seguida vuelve a rasgar su laurel con un silencio que vacila entre dos brisas. Bajo el arco truncado de la oda, ella junta con sentido fúnebre las flores exactas que pintaron los italianos del xv y llama al seguro gallo de Lucrecio para que espante sombras imprevistas.

Cuando ve llegar a la muerte, el ángel vuela en círculos lentos y teje con lágrimas de hielo y narciso la elegía que hemos visto temblar en las manos de Keats, y en las de Villasandino, y en las de Herrera, y en las de Bécquer y en las de Juan Ramón Jiménez. Pero ¡qué horror el del ángel si siente una arena, por diminuta que sea, sobre su tierno pie rosado!

En cambio, el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo.

Con idea, con sonido o con gesto, el duende gusta de los bordes del pozo en franca lucha con el creador. Ángel y musa se escapan con violín o compás, y el duende hiere, y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre.[...]"


F.G.L

06 mayo 2011

Cosas

¿Qué hacer con todo lo que uno es, con todo lo que uno tiene adentro? Uno camina por las calles y se pregunta ¿qué es lo que realmente hay, para qué uno realmente sirve? La lucha es importante, y debe ser constante, pero a veces uno siente que por más que uno luche, los frutos parecen escasos y difíciles. Otros no luchan nada y todos sus sueños están posados en sus manos. Y uno lucha, y lucha y siente que sus sueños se disipan como agua por las rendijas.

Y yo me pregunto ¿qué hacer? ¿Cómo seguir? ¿Cómo caminar con las cruces de nuestras vidas sobre los hombros, los ojos, las lenguas, las vidas, las manos, los suspiros, los cabellos, y cada fibra de nuestra alma? Yo lucho bastante, pero debe haber alguien que luche más y tampoco obtiene lo que desea. Y uno no habla de montones de dinero, ni cosas materiales. Sino oportunidades, nuevos caminos, nuevos cielos. ¿Qué hacer? ¿Qué buscar? ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo sentirse segura? ¿Cómo caminar, cómo correr, cómo volar, cómo perderse?

También está la soledad de los sueños, los sueños que son nuestros pero no son muy compartidos... pero eso es para después... Para otro soliloquio de este blog que también está solo.

Soledad

14 octubre 2010

Mmm

A veces uno cree ciertas cosas, piensa ciertas cosas, genera ciertas cosas, predice ciertas cosas. Y ahí uno se da cuenta de que lo que pensaba era cierto. Pero ¿qué pasa si todo esto es relativo? Si te das cuenta de que ciertas cosas sí funcionan, y que otras no. ¿Qué pasa si te carcome la incertidumbre por saber qué es lo que ocurre? Ay dioses, tierra, natura, lo que sea que haya, lo que sea que exista ¡Cómo saber! ¡Cómo saber! Son tantas cosas las que revolotean en mi cabeza, como si fueran avispas, como si fuera agujas pequeñitas que se clavan pesadas y metálicas en los cables de mi cabeza.

No entiendo, no me entiendo, no te entiendo, no los entiendo, no entiendo a nadie ni a nada. Es como si caramelitos se hubieran pegado entre mis cabellos, y alguien malsano y desgraciado me los estuviera tirando. Me canso.

¡Ay! Y quiesiera hablar, quisiera decir tantas cosas que no puedo decir, y no decir tantas de las que digo. Quisiera darme cuenta de que lo que hago no está mal, pero dudo. Dudo de todo. Dudo de mí, dudo de ustedes, dudo de la vida misma. Dudo de lo que puedo y lo que soy, dudo de lo que quiero, dudo de si existo o no.
Y quisiera tirarme contra la tapia, y olvidarme de todo, nacer de nuevo, no sentir nada.
Quisiera no temerle a mi nombre, quisiera no sentirme avergonzada cuando estoy cerca, quisiera abrazar sin miedo, quisiera mirar sin temer, quisiera, no sé, no sé qué quiero. Eso es lo que pasa. No sé, y no estoy acostumbrada a no saber qué quiero.

Y me siento mala, maldita, un demonio caído. Siento que rasgo la vida, mi vida, vidas. Siento que camino descalza sobre piedras calientes mientras todos saben lo que yo no sé, mientras todos me miran de reojo y no me dicen las cosas a la cara.

No entiendo, no me entiendo, no sé. Creo que quisiera saber.

Sol

10 octubre 2010

Nada más

Tan solo quiero dormirme en una colcha llena de espinas. Quiero dormir y que mi carne se convierta en poesía. Quiero que estas maquinaciones insanas que clavan como espinas, desaparezcan para siempre de mi cabeza tibia.
Dolor y sangre entre mis venas carmesí. Dolor y miedo en mis ojos de rubí.
Quiero ser tan solo nada, y perderme en el espacio gobernado por los cristales del olvido.
Quiero ser olvido, quiero perderme y no escuchar nunca más a estas voces que se toman mi cabeza y me hacen creer cosas que no son verdad.
Tú, yo, el vecino, el hombre que camina por la vereda de enfrente, la señora que lleva entre sus brazos a un niño dormido, la joven enamorada que piensa en su amor imposible, el joven que se clava cuchillos en la carne porque no quiere soñar más. Nada es real.
El niño lleva entre sus manos la pasión olvidada de los hombres.
Pero yo no quiero saber más.
Déjenme sola, déjenme sola en lo alto de una torre con mi voz y mis palabras. Déjenme atada o libre pero siempre encerrada para perderme en mí y no darme cuenta de cuánto duelen estas malditas maquinaciones inútiles de mi cabeza.
Déjenme tallar en las paredes poesías e historias irreales que tienen algo de verdad.
Átenme a la viga, colgada de mis propios cabellos, y abran mis hilos de violeta con cuchillo de plata y anís.
Sólo déjenme, déjenme volar encerrada en paredes sin vértice, sin final.
Todo es infinito.
Déjenme tan solo convertirme en poesía y nada más.

Soledad

24 julio 2008

Pensamientos de la insomnia madrugada

Qué ha sido de ti, qué ha sido de mi, sino un rincón de miseria guardada en un baúl lleno de palos de fósforos. Me gustaría recostarme sobre el césped húmedo de una suave noche de verano, y observar cómo el sol sale impaciente de su modorra matutina. Y luego mirarte a los ojos, seducirte con mis sonrisas provocadoramente chistosas e infantiles y sonreírte de nuevo, esta vez profundamente, suavemente, dulcemente. Me gustaría tomarte la mano, y darme cuenta que tienes la punta de tus dedos fríos, y el resto de tu mano tibia, así, entre mis dos manos, trataría de que tus manos se bañaran de nuevo de tu sangre olvidada. Me levantaría del césped, que ya ha dejado su humedad por los rayos del sol que han osado posarse en él. Y te llevaría conmigo por los senderos olvidados de un bosque, que lleva ha algún antiguo castillo encantado. Me perdería contigo, intentaría hacerte sonreír más de lo que has sonreído en toda la vida, intentaría retenerte para que no tuvieras que dejarme jamás en toda nuestra existencia eterna. Te tomaría entre mis brazos, y acariciaría tus cabellos negros como nunca nadie lo ha hecho, te cobijaría entre mis brazos, entre mis piernas, entre mi cuerpo entero, te protegería de todo mal, de toda derrota insana, de toda peste putrefacta, de todo cautiverio injusto, de toda lágrima amarga. Me gustaría cobijarte entre mi alma.
Bañaría tu cuerpo cuando estés enfermo, lo curaría de cada herida que te dañara, de cada dolor, de cada amargura triste que te pesara. Besaría cada golpe, cada recuerdo insano, cada llanto de medianoche, para que así tu sonrisa y tu felicidad vuelvan a aflorar quizá más que en tu historia de antaño.
Te daría la llave de mi corazón, te daría mi tiempo, te daría mi alma y mi cuerpo, te permitiría mirarme hasta lo más profundo de mis ojos y jugar con los seres mágicos de mi interior. Te dejaría abrazarme cuando tenga miedo, en cada tormenta, en cada retumbar de la tierra. Te daría mi mano y mis ojos, para que los cubrieras y me dieras maravillosas sorpresas. Te daría mis pensamientos y volvería a entregarte mis ojos, para que ellos lean las hermosas palabras que me escribirías, te daría mi caminar, para acompañarte hasta el fin del mundo, te daría mi universo entero, para que junto con el tuyo creáramos un nuevo universo. Todo esto te lo daría, y te lo doy, pero…
Pero mi mente está atada, mis manos encadenadas, mi voz dormida…
Tus manos atadas, tu mente encadenada, tu voz silencia.
Y el pesar nos cubre, el pesar nos abruma, el pesar y el dolor.
Pero todo mi universo, todo mi amor, todos mis sueños y realidades son tuyas, yo vivo en ti así como tú vives en mí, y así será siempre. No me sueltes la mano, no dejes que el aire se cuele en mi cuerpo y me estremezca al punto de que mi carne se enfríe para siempre, así como yo no te soltaré jamás, y no dejaré que caigas al abismo, por lo menos no sin mí. Me gustaría, me gustaría, me gustaría estar en este momento a tu lado, cobijándote entre mis brazos, entre mis piernas, acariciándote los cabellos, amándote para siempre.

Desvaríos enterrados en un mar de aire.

Quiero oír tu voz nuevamente, hundirme en tu aroma deliante y respirar cada gramo de tu universo.
Qui
Quie
Quiero
Perderme y no volver más a las lágrimas saladas que son más grandes que el mar.
Lágrimas amargas que nos corrompen,
que nos
destruyen en esta prisión infinitamente inaúdita.
No lo entiendo,
Yo te canto,
con mi voz dormida.

Cierro mis ojos,
y la tierra me hunde entre sus brazos maternos.
Quiero
qui
Quie
quiero
Quiero dejar de ahogarme en este cubo lleno de oxígeno,
quiero dejar de enceguecerme con la luna,
y dejar de caminar a tientas mientras ilumina el sol.
Quiero,
enterrarme en el mar...
Y nadar en la arena.

Una cuerda amarrada a mi cuello,
mientras tus brazos me sostienen desde lejos,
una cuerda,
heridas moradas,
alrededor de mi cuello,
y tus brazos que intentan sostenerme desde lejos.
Es que caigo,
la marea arrastra mis miembros,
Yo no
soy
los ojos
del viento.

Soy solo el amor que se quiere quedar dormida debajo de tu cama, en tu puerta, blanca, en tu almohada, en tu perfumar de hombre, en tu silencio, en tu música, en tu mirada, en tu dolor, en tu corazón sangrante, en tu respirar tibio, en tu bostezo de cada mañana, en tu pijama con olor a sueño, en tu verdad y en tu mentira, en tu voz y en tu silencio...
Soy el amor, acorralado por tus cadenas...
Soy tu amor,
soy la vida que reside en tu mirar,
soy tú,
Soy el grano de arena que quiere ser tu universo...
La cuerda duele,
pero no me impide amarte.